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De la praxis al savoir-faire joyceano

En 1964, Jacques Lacan definía la praxis como: “el término más amplio para designar una acción concertada por el hombre, sea la que sea, que le pone en disposición de tratar lo real por lo simbólico.” Y añadía: “Que encuentre ahí más o menos imaginario tiene un valor sólo secundario.” Estas frases pertenecen al Seminario Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis.[1] El término de praxis estaba en aquella época muy de moda, ligado a las discusiones sobre el materialismo histórico. De la mano especialmente de Antonio Gramsci, el marxismo se presentaba como la verdadera “filosofía de la praxis”. Venía a significar que no habría otro criterio de verdad para las ideas que aquél que proviene de su aplicación práctica.

Lo que importa aquí de esta definición de Lacan es el valor operativo, casi artesanal, que tiene lo simbólico. Una acción permitiría obtener un saber hacer sobre lo real, a la vez que lo imaginario —es decir, el yo y sus locuras— no valdría mucho. A partir de ahí podemos entender la casi desaparición del término de praxis en la enseñanza de Lacan. No sólo por el declive del materialismo histórico, sino porque en su última enseñanza cae la primacía de lo simbólico —condición de la praxis definida más arriba— para dar paso a una equiparación de las tres dimensiones de lo dicho. En efecto, en su Seminario 23, El sinthome, Lacan sostiene que no hay tratamiento de lo real por lo simbólico que deje a lo imaginario fuera de la cuenta.[2] Se deduciría entonces una nueva definición de la praxis: contar al menos tres dimensiones, escritas como tres redondeles, para poder añadir un cuarto si procede, al que llama el sinthome.

En su última enseñanza, Lacan parte de la destreza de Joyce, de su habilidad, su savoir-faire, término que sucede a lo que en los años ’60 llamó praxis. Extraigo aquí algunas enseñanzas del Seminario 23, El sinthome. En él leemos la preocupación de Lacan para describir de qué modo Joyce se inventó una forma propia de savoir-faire, de habilidad, de praxis, de instrucción, de saber cómo hacer las cosas, para conseguir con ello ni más ni menos que hacerse una existencia de ser vivo. Si condena había, dados los agujeros negros de su constelación familiar, él consiguió transformarla en una obra de construcción y destrucción del género literario altamente singular. El savoir-faire de Joyce “es el arte, el artificio” a lo que Lacan añade que “lo que le da al arte del que cualquiera es capaz un valor notable, porque no hay Otro del Otro para operar el Juicio último.”[3] Estamos en un espacio en el que no hay Dios sino un artífice, en el que no hay Nombre del Padre sino la denominación de un goce (la joi, el arte del trobador que está en su nombre), en el que no hay Otro del Otro sino un arte singular. De haber tenido verdaderamente padre, éste habría sido lo que es por regla general, un sinthome entre otros, una de otras tantas formas de anudar las tres dimensiones siempre mal anudadas.

De otro lado, Lacan examina la relación que tiene ese savoir-faire de Joyce con la experiencia analítica, y qué enseñanzas puede proveer para el psicoanálisis. Tenemos la idea de que Joyce no practicó una resistencia específica al psicoanálisis, pero sí que fue más allá de la experiencia freudiana, hasta presentarse ante nosotros, y gracias a la observación más que clínica de Lacan, con aquello que no es analizable: el sinthome. Esta es la cuestión que Lacan parece plantear frente a Joyce: ¿cómo pudo operar así con su propio goce para construir aquella tan formidable defensa contra la locura? Se apoyó en su destreza con la lengua y con la literatura, además de su ética de soledad y exilio; y en algo tuvo éxito, aunque no sin limitaciones. Como indica Lacan, “Stephen [Stephen Daedalus, el personaje del Retrato], es Joyce en tanto que descifra su propio enigma. No llega demasiado lejos, porque cree en todos sus síntomas. Es impresionante.”[4] Ahí está un primer defecto de procedimiento de Joyce ante nosotros: su creencia. Eso muestra cómo su savoir-faire fue limitado: lo que hizo, lo hizo “a ojo”.[5] Con todo, Lacan tomó esa orientación para construir su clínica borromea.

La operación que aquí examinamos es gigantesca, y estamos en los comienzos de nuestra aceptación de ese modo de hacer, a pesar de los cuarenta años que han transcurrido desde esa enseñanza de Lacan.

Veamos ahora cómo Lacan describe la operación de James Joyce sobre sí mismo. De entrada, lo más llamativo es la praxis del lenguaje. Joyce —como lo señala Lacan siguiendo una indicación de Philippe Sollers— destruía la lengua inglesa. Su habla toma la forma de una elación maníaca; y él mismo hablaba de l’élangue. Joyce, lalangue del inglés, y de muchos otros idiomas, la desarticula. “No hay que creer que eso comienza con el Finnegans Wake, dice Lacan. Mucho antes, en Ulysses especialmente, hay una manera de hacer picadillo las frases que ya va en este sentido. Es verdaderamente un proceso que se ejerce en el sentido de dar a la lengua en que escribe otro uso, en todo caso un uso que está lejos de ser ordinario. Eso forma parte de su habilidad (savoir-faire).”[6]

Más adelante, Lacan, comparando el caso de Joyce con una de sus presentaciones de enfermos, vuelve sobre el tema: “En el esfuerzo que hace desde sus primeros ensayos críticos, luego en el Retrato del artista, y finalmente en Ulysses, para terminar por Finnegans Wake, en el progreso de algún modo continuo que constituyó su arte, es difícil no ver que una cierta relación con la palabra le es cada vez más impuesto — a saber, esa palabra que viene a ser escrita [Joyce se dedica a] quebrarla, desencajarla — hasta el punto de que acaba por disolver el lenguaje mismo, como lo notó muy bien Philippe Sollers (…) acaba por imponerle al lenguaje mismo una suerte de quiebra, de descomposición, que hace que ya no queda identidad fonatoria.”[7] La palabra pronunciada no da su identidad, su sentido. Lo que produce la palabra —y es el efecto que busca Joyce todo el tiempo— es un efecto de resonancia que proviene sobre todo de los equívocos que resultan de la descomposición: este es el savoir-faire, incluso el savoir-y-faire, el saber cómo apañárselas, de Joyce. Es un arte; o, mejor, su artificio; algo producido por la mano de un artesano. Lacan recuerda cómo “el Retrato termina por ‘la consciencia increada de mi raza’ [que no se sabe muy bien qué es] a propósito de la cual invoca al artificer, el artífice, el hacedor. Es él quien sabe, quien sabe lo que hay que hacer.”[8]

Pero de ahí resultó un efecto indeseable que debemos analizar. Este efecto está en el paso del artífice al artista. La praxis de Joyce —su ética— le condujo desde el young man, el joven, al Artist; lo que significa también el paso del ser hablante con sus dificultades para existir, al Artista creador con mayúscula. Y Lacan confiesa su embarazo ante este arte de Joyce: el de crear un sinthome tal “que no haya nada que hacer para analizarlo”.[9]

En el camino errante de exiliado de la vida, Joyce queda atrapado por su ego. Para Joyce, “algo sucedió que, en él, lo que se llama corrientemente el ego, desempeñó un papel que no es el sencillo — que se imagina sencillo — que desempeña en lo más común de los que se llaman justamente mortales.” Y, concluye Lacan, “el ego desempeñó para él una función de la que sólo puedo dar cuenta por mi modo de escritura.”[10] Joyce, pues, sube su ego a un pedestal, lo pone sobre un escabel, lo yergue en lo alto de una escalerilla. Adora, simplemente, la belleza de su ser Artista. Y es por eso que, a pesar de ser post-freudiano, Joyce no puede ser psicoanalista. Si recordamos que Lacan equiparaba la posición de analista a la del Santo, del Santo según Baltasar Gracián, podemos entender esta otra afirmación suya: “Joyce no es un Santo. Joyza [goza, Joyce] demasiado del S.K.Beau para eso. Tiene, de su arte, art-gullo hasta más no poder.”[11]

La razón por la cual Joyce no puede deshacerse de ese delirio de infatuación es que con él suple una relación muy singular con su cuerpo. Al ego se lo considera narcisístico, en tanto está ligado a una imagen del cuerpo. Así lo comenta Lacan: “Si al ego se le llama narcisístico es precisamente porque, en cierto nivel, hay algo que sostiene al cuerpo como imagen. En el caso de Joyce, el hecho de que esta imagen no esté implicada en eso, ¿no es el signo de que el ego tiene para él una función bien particular?”[12] Así pues, su arte suplió su carencia de porte fálico. A causa de su historia familiar, le fallaba la conjunción de su pene con la función de la palabra. Y así, por la vía de su ego Artista, respondía por una significación más o menos conjuntada.

Nos interesa leer qué lecciones extrae Lacan de su observación de Joyce para el psicoanálisis.

Hemos recogido cómo Joyce descompone la lengua, y lo hace cada vez más a medida que avanza su obra. El instrumento que utiliza para practicar esa descomposición es la escritura. Lacan recuerda cómo la ciencia entró en lo real por medio de pequeños cabos de escritura: “La escritura matemática es lo que sostiene lo real.”[13] En el caso de Joyce, “es por el intermedio de la escritura que la palabra se descompone imponiéndose como tal”.[14] “Como tal” quiere decir como letra, como elemento separado, como portadora del agujero, revelando en la cadena significante el vacío-medio del que habló Lacan para la escritura china.

Joyce, puesto en serie con los llamados enfermos mentales, nos permite descubrir de qué modo la palabra es algo añadido: “un hombre normal, llamado normal, no se da cuenta de que la palabra es un parásito, de que la palabra es un revestimiento [placage], que la palabra es la forma de cáncer que aflige al hombre.” Y añade Lacan: “¿Cómo es que hay algunos que llegan hasta sentirlo? Es cierto que sobre eso Joyce nos da un indicio.”[15] Aquella descomposición del inglés de que hablábamos le es necesaria para sentir, por la resonancia de lalangue, por los equívocos, su cuerpo, y así poder elevar a éste al escabel al que no alcanza con su imagen especular.

Así resume Lacan el procedimiento joyceano: “Es por el intermedio de la escritura que la palabra se descompone imponiéndose como tal, a saber en una deformación de la que queda ambiguo saber si se trata de liberarse del parásito palabrero (…) o, al contrario, dejarse invadir por las propiedades de orden esencialmente fonémico de la palabra, por la polifonía de la palabra.”[16] Siguiendo en su búsqueda de la esencia del savoir-faire joyciano, de esa perforación de la palabra, de esa habilidad para transformar la lengua, las lenguas, en lalangue, Lacan encuentra un detalle mínimo, que eleva a decisivo para la consideración clínica de Joyce, en una entrevista que le hizo alguien. Dice así Lacan: “Alguien fue a verle un día, y le pidió que hablara de una imagen que reproducía un aspecto de la ciudad de Cork. (…) Joyce le respondió que era Cork. Con lo cual el tipo le dijo — Pero eso es evidente, ya sé que es, pongamos por caso, la plaza mayor de Cork, la reconozco. ¿Pero qué enmarca esa imagen? — A lo que Joyce respondió — Cork, lo que quiere decir, traducido al castellano, corcho.”[17] En efecto, a partir de los fonemas que dicen cork, Joyce pasaba de la significación dada por el nombre de una ciudad que conocía bien, al marco de corcho y sin otra significación que la de rodear la imagen: un marco, un borde que circunscribe un agujero.

Este es entonces el valor de la escritura para Joyce: un marco, que rodea un agujero, y que se reitera, a más no poder. Gracias a ese saber puede descomponer la lengua y tratarla como lalangue. También los capítulos de Ulysses están enmarcados, según unos esquemas de los que comunicó una parte a Stuart Gilbert, a Carlo Linati y a Valéry Larbaud. Esos marcos son los soportes del agujero de la escritura que le vale como suplencia al anillo carente. Así siente, así se siente cuerpo [s’y sent], así es sobrecogido y captado [saisi] Joyce por su propio efecto de creación. El significante puesto en escritura produce los equívocos que resuenan en su cuerpo y lo poseen. La lección para el psicoanálisis es que ese es el efecto resonante de la interpretación: fuera de sentido, y que se siente. A diferencia del corcho, que no siente ni resuena.

[1] Lacan, J., Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, texto establecido por Jacques-Alain Miller, Barcelona, Paidós, 1987, pág. 14.

[2] Lacan, J., El sinthome, Buenos Aires, Paidós, 2006. Cito las páginas de la edición original francesa, Lacan, J. Le Séminaire livre XXIII. Le sinthome, texto establecido por Jacques-Alain Miller, París, Eds. du Seuil, 2005. Cito las páginas con una f para el original y una c para la traducción. Mi traducción no siempre coincide con la de Nora A. González. Sigo también los esclarecimientos del Curso de Jacques-Alain Miller, L’Un tout-seul, inédito, 2010 y el libro de Éric Laurent, L’envers de la biopolitique, París, Navarin, 2016.

[3] Pág. 61; 59 c.

[4] Pág. 69 f; 67 c.

[5] Pág. 15 f (a vue de nez); 16 c.

[6] Pág. 74 f; 73 c.

[7] Pág. 95 f; 94 c.

[8] Pág. 70 f; 68 c.

[9] Pág. 125 f; 124 c.

[10] Pág. 147 f; 145 c.

[11] Lacan, J., “Joyce le Symptôme”, en Autres écrits, París, Eds. du Seuil, 2001, pág. 566; Otros escritos, Buenos Aires, Paidós, 2012, pág. 593.

[12] Lacan, J., Le Séminaire livre XXIII, op. cit. pág 150 f; 147 c.

[13] Pág. 68 f; 66 c.

[14] Pág. 96; 94 c.

[15] Pág. 95 f; 93 c.

[16] Pág. 95 f; 93 c.

[17] Pág. 147 f; 145 c.