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La estrella matinal

El cuerpo del papel sirve para limpiar los pinceles, y eso es el fondo: “en el fondo de la tela un color claro como la tiza”. Pintada la primera Constelación, el resto de una sirve para la que viene. El rebañado deja un empastifat, un embadurnamiento ordinario que hace presente un nuevo espacio. Es un jugo, como la mierda, que deja una base transparente sobre la que edificarse. El dibujo trazado sobre la que dejó de ser mancha desleída parte de puntos y líneas que no son ojos, ni bocas, ni sexos, ni arañas, ni picos, ni pecas, ni mandorlas. Son trazos que no quieren hacer letra pero sí escritura, efecto desastrado de destino: la constelación familiar y sus agujeros negros peludos. El color, los colores primarios, son para figurar, para captarnos en lo mirado; aquellos son el verdadero origine du monde. Miró en un espejo de afeitar y vio lo que nadie: “Me servía de mi cara como de un molinillo de café.” Ahí está el origen del arte.

Cuando en 1939 el nazi origina el desastre, el creador teme la muerte del goce: “El arte tiene los días contados”, dice. Se escabulle, con Pilar y con Dolors, a Varengeville-sur-Mer, de allí a Sant Hipòlit de Voltregà, luego a Mallorca, luego a Mont-roig, cargado con el poco equipaje de una carpetita con hojas de papel ungidas y rayadas, un trabajo de base que se convertirá en las 23 Constelaciones de un nuevo universo.

La nuestra, La estrella matinal, firmada el 16 de marzo de 1940, drôle de guerre, fue destinado a Pilar. “Para mí, el sexo femenino es como planetas o estrellas fugaces, forma parte de mi vocabulario.” La vulva y su vello quieren arañarnos con su ojeo. Los soles negros nos dejan sin todo. Los alambres estelares se convierten en bordes que hacen formas de fuerza: pico mudo, lengua punzante, diente negro, punto y coma, pez nonada, ojo que busca boca. A los bramantes callados les han privado de nudos y su mudez se descarría en volutas de humo.

Hasta que Joan Brossa, poeta, le da la palabra definitiva: “Bon dia, Joan Miró.”